1 sept 2009

Mis notas sobre Leibniz

Leibniz y el modelo lógico-matemático en la fundamentación del conocimiento.
El modelo del conocimiento esbozado por Leibniz, aparece como la "representación" (puesta en escena) más lograda del proyecto matemático del pensamiento moderno. Y esto, en la medida en que combina un formalismo deductivo nacido de las ciencias matemáticas, con una morfología teórica apta para describir totalidades como las de la vida (Michel Serres, "Leibniz" en Historia de la filosofía occidental).

El planteo general del método de conocimiento en el racionalismo vigente en el siglo XVII puede enunciarse como sigue: hay que partir de las más altas certezas intuitivas, pasar por toda la serie de "causas condicionantes" hasta llegar a las verdades que se derivan en forma mediata. Como hemos visto, las dos operaciones claves para acceder al conocimiento verdadero, según Descartes, eran la intuición de verdades evidentes por sí mismas y la deducción de verdades a partir del análisis de las proposiciones complejas y la composición de nociones simples.

Según Leibniz, la verdadera ciencia se constituye en "sistema", en un cuerpo consistente de enunciados que se deduce rigurosamente a partir de un pequeño número de nociones y proposiciones "primitivas" (definiciones y axiomas) siguiendo un encadenamiento secuencial. A su vez, podemos distinguir dos tipos de proposiciones que conforman el espacio de juego del conocimiento científico: a) proposiciones de esencia o verdades necesarias; b) proposiciones de existencia o verdades contingentes; cada una de las cuales, por su forma, encuentra su fundamento en uno de los dos "principios supremos": el principio de identidad o no contradicción y el principio de razón suficiente.

El principio de identidad o no contradicción supone que es verdadero aquello que no implica contradicción, o que su opuesto es lógicamente imposible. El principio de razón suficiente puede ser formulado de este modo:

"Nihil est sine ratione” (Nada es sin razón) ó
"Omne ens habet rationem" (Todo ente tiene una razón)

Según Gilles Deleuze (El pliegue. Leibniz y el barroco, 1988) este principio es el "grito" o la exclamación de la Razón. El mundo (infinito por definición), es una serie continua donde todo sucede según razones. Y si bien nuestro intelecto finito puede no llegar al fondo de todas las razones, para "completar la serie", Dios nos garantiza, en último término, la "racionalidad" del mundo, o lo que Leibniz denomina, su "composibilidad" o convergencia.

El verdadero conocimiento de las cosas se obtendrá, según Leibniz, si es que podemos ofrecer razones de nuestros enunciados. A diferencia de Descartes, que propone como criterio de verdad a la evidencia, Leibniz pretende construir un "sistema de razones" obtenido a partir del ars combinatoria.

De lo que se trata es de definir nociones y reglas de cálculo que permitan organizar un cuadro de representaciones homogéneo, donde cada concepto o enunciado sea el compuesto de un número finito de nociones o enunciados más simples o "primitivos". Como vemos, en el proyecto leibniciano de construcción de una mathesis, (como "ciencia general del orden de las representaciones", según la caracteriza Michel Foucault en Las palabras y las cosas, 1966), la lógica matemática cumple un papel fundamental: sólo a partir de una estrategia argumentativa alcanzaremos un conocimiento definitivo (tanto como el intelecto humano sea capaz) de la verdad.

La primera tarea será, según Leibniz matematizar el dominio o la región de objetos a investigar. Matematizar tiene aquí el sentido de axiomatizar, producir conjuntos (de enunciados) a partir de elementos y relaciones. De la combinación de elementos y relaciones simples (primitivas), será posible dar cuenta (=dar razón) de los compuestos (nociones y proposiciones derivadas).

Debemos tener en cuenta entonces que "matematizar" no significa simplemente "resolver en fórmulas matemáticas" los fenómenos concretos de la naturaleza, sino más bien encontrar el alfabeto, el vocabulario y las reglas primitivas aptas para describir, anticipadamente, esa determinada región de objetos. Lo que en lógica son signos y enunciados primitivos (variables, constantes, funciones, reglas de definición, sustitución y derivación), en música son notas e intervalos, en gramática son sonidos, letras, palabras, reglas para la construcción de frases, etc.

Michel Foucault (1966) indica que el hecho de que la física se haya constituido en física matemática y el estudio de la lengua en gramática general, muestra la relación del conocimiento con el orden:

...En cuanto se trata de ordenar las naturalezas simples, se recurre a una mathesis cuyo método universal es el álgebra. En cuanto se trata de poner en orden las naturalezas complejas (las representaciones en general, tal como se dan a la experiencia), es necesario constituir una taxinomia, y para ello, un sistema de signos. Los signos son con respecto al orden de las naturalezas compuestas lo que el álgebra con respecto. al orden de las naturalezas simples. Pero en la medida en que las representaciones empíricas deben poderse analizar en naturalezas simples, se ve que la taxinomia se relaciona por entero con la mathesis; a la inversa, dado que la percepción de las evidencias no es más que un caso particular de la representación en general, se puede decir también que la mathesis no es más que un caso particular de la taxinomia. Así también, los signos que el pensamiento mismo establece constituyen algo así como un álgebra de las representaciones complejas; y a la inversa, el álgebra es un método para proporcionar signos a las naturalezas simples y para operar sobre estos signos (M Foucault, 1966, Cap. III. Representar)
En Leibniz, entonces, conocer consiste en: 1) definir„; 2) reglar; y por último, 3) derivar. Conocer es "ordenar" las representaciones en un "cuadro", en un "sistema" o "conjunto" (en el sentido matemático del término) de proposiciones.

La primera operación, la operación de la definición, plantea una identidad: la identidad (y la consecuente sustituibilidad de "lo definido" (el definiendum) con "lo que define" (el definiens). El "definir" implica que existe identidad entre un término (lo definido) con por lo menos dos términos y una relación (los definidores). Así, cuando decimos: "3 = 2+1", decimos que el número "tres" (3), se resuelve en la relación entre los números primos "dos" (2) "y" (.) "uno" (1).

Gilles Deleuze (1988) señala que la definición, es una forma de inclusión: la inclusión recíproca, ya que ambos términos son sustituibles. Recordemos que, más adelante, Ludwig Wittgenstein (Tractatus logico-philosophicus, 1922) recalcará este carácter de la definición matemática: una ecuación es por sí misma una regla de sustitución. Decir, p.ej. "x=y", es lo mismo que decir: "x-y=0" y ambas son la expresión de un caso particular de la ecuación general (o cartesiana) de la recta.

Lo característico de la definición matemática, es que no opera por género próximo y diferencia específica (como era el caso de la definición aristotélica), que no requiere de la "comprensión" ni de la "intensión" del concepto, que no es producto de una "abstracción" ni de una "generalización", sino simplemente la expresión manifiesta de una inclusión: de la inclusión del predicado en el concepto sujeto, esto es, de lo que incluye el concepto sujeto, de lo que "envuelve" esa noción. Notemos que esta teoría de la inclusión es importante para pensar la doctrina de la verdad en la filosofía de Leibniz. Por el momento, lo dejaremos planteado.

Ahora bien, ¿cómo se opera en la definición? "Lo definido" remite a sus "definidores". Siguiendo este curso, llegamos a los definidores últimos, a las "nociones primitivas simples" o indefinibles, que constituyen el albafeto primitivo y que hacen posible las definiciones reales de las cosas. Gilles Deleuze señala que esos términos indefinibles implican otro tipo de inclusión: la autoinclusión, pues cada uno de ellos no se incluye más que a sí mismo, son idénticos. De este modo, el "principio de identidad" determina no sólo la sustituibilidad, sino también una cierta clase de seres: los idénticos a sí mismos, cada uno de los cuales, infinitos en su número (como los atributos de Dios), representa un "con junto" que consta de un solo miembro.

Lo segundo, es el pasaje de los "idénticos" a los "definibles" a través de las relaciones. Los definibles son nociones derivadas a partir de una combinación que puede ser "simple" o "compuesta". Nociones derivadas simples son aquellas que comprenden por lo menos dos términos primitivos simples ordenados bajo una relación (un vínculo o una partícula). Nociones derivadas compuestas (o complejas) son aquellas que comprenden nociones derivadas simples o relaciones complejas.

Tomemos un ejemplo de la geometría euclidiana. En el nivel de los "indefinibles" nos encontramos con nociones tales como "punto", "espacio", "intermedio"; en el nivel de las nociones derivadas nos encontramos con el concepto de "línea": "La línea es el espacio intermedio entre dos puntos".

Ahora bien, ¿cómo se legitima este pasaje desde el nivel de los "idénticos" al nivel de los "definibles" a través de las relaciones? Las relaciones, para Leibniz, serán otras formas de los atributos de Dios, pero esta vez aparecen como requisitos (razones necesarias) de los términos definidos. La línea se define como una "relación" entre nociones más simples; y sólo por ser en esta relación constituye un "derivado" a partir de los idénticos. La derivación sólo es posible en vistas de esa relación.

...los términos primitivos, sin relación en sí mismos, adquieren relaciones al devenir los requisitos o los definidores del derivado, es decir, los conformantes de esa materia. Mientras que los primitivos carecían de relación, eran simples autoinclusiones, eran atributos de Dios, predicados de un Ser absolutamente infinito. Pero, desde el momento en que se considera un infinito de segundo orden que deriva de ese ser, los predicados dejan de ser atributos para devenir relaciones, entran en relaciones que definen hasta el infinito los todos y las partes, y ellos mismos están en inclusión recíproca con lo definido... (G. Deleuze, 1988).
Hasta el lugar donde predomina la derivación lógica, funciona como punto de referencia el "principio de identidad" (como sustituibilidad). Sin embargo, no hay que confundir "derivación lógica" con "composición metafísica" de las cosas. El principio de identidad es el "punto fijo" en el cual podemos apoyarnos "sin peligro" y desde el cual podemos avanzar "seguros" en la obtención de la ciencia matemática de la naturaleza. Sin embargo, las cosas del mundo, no sólo tienen "figura", sino también "textura". El mundo es cognoscible no sólo por su necesidad metafísica o geométrica, sino también por una especie de "necesidad" física. Y si bien esta determinación física no le impone necesidad lógica a los fenómenos contingentes, al menos le atribuye certidumbre e infalibilidad a la ciencia que de ella depende (Leibniz, "Verdades necesarias y contingentes", 1686).

Leibniz considera que se requiere de otro principio para "conocer" los fenómenos donde están implicadas las cosas corpóreas: el "principio de razón suficiente", por el cual se atribuyen "razones" a los fenómenos no necesarios (contingentes o posibles, cuyos opuestos son posibles lógicamente) del mundo real. Estos dos principios son los pilares de la doctrina racionalista de la verdad propuesta por Leibniz como teoría de la inclusión.

Verdadera es una afirmación cuyo predicado está incluido en el sujeto, y así, en toda proposición verdadera afirmativa, necesaria o contingente, universal o singular, la noción del predicado está de algún modo contenida en la noción del sujeto, de manera que quien comprendiese perfectamente estas nociones del modo que las comprende Dios, vería con ello claramente que el predicado está contenido en el sujeto (Leibniz, 1686).
Entonces, toda ciencia ("la de la simple inteligencia, concerniente a las esencias de las cosas; la de la visión, concerniente a su existencia, y la media, concerniente a las existencias condicionadas"), resultará siempre de la comprensión de cada término, y procede, en última instancia, por análisis de las nociones.

Una proposición es absolutamente necesaria, cuando puede resolverse (descomponerse) en proposiciones idénticas, de la misma forma que: "Todo número duodenario es cuaternario" se resuelve en:
- "Todo número duodenario es binario senario"
- "Todo número duodenario es binario binario ternario"
- "Todo número duodenario es cuaternario ternario".

Todas las proposiciones referidas a las esencias de las cosas, son necesarias en este sentido geométrico o metafísico.

A las proposiciones que carecen de tal necesidad, Leibniz las llama "contingentes", y se caracterizan por ser sólo "posibles" lógicamente. A este dominio pertenecen las proposiciones en que entra la existencia o el tiempo, la "serie completa de las cosas" (1686). Son de este tipo las proposiciones "inductivas", que representan un conocimiento del orden natural.

Las primeras son "verdades eternas", que valdrán mientras el mundo subsista. Las segundas son verdaderas en un tiempo determinado. Por ello, no sólo expresan lo que concierne a la posibilidad (lógica) de las cosas, sino a lo efectivamente existente, a lo que existe actualmente o a lo que habría de existir dadas ciertas condiciones. Los hechos, que suceden según las mismas razones, suponen una cierta regularidad de la naturaleza.

Sin embargo, aunque podamos dar razones de un hecho, o enlazar dos hechos contingentes, nunca alcanzaremos la demostración analítica completa de la inclusión del predicado en el sujeto. Esto no invalida la "doctrina general de la verdad" según la cual, el predicado está siempre contenido o incluido en el concepto del sujeto, con lo que Leibniz confirma la hipótesis racionalista de que "todos nuestros conocimientos son innatos". Todo conocimiento verdadero es, en última instancia, un conocimiento a priori. Toda verdad es, en última instancia, una "verdad analítica". El punto fundamental de la doctrina leibniciana de la verdad es precisamente este:

Las verdades contingentes son entonces verdades acerca de algo que no es necesario, que puede no ser. El punto de vista fundamental de la teoría del juicio leibniciana está ahora en esto, en comprender también estas veritatis facti como identidades, esto es, fundamentalmente, como originales, como verdades eternas, adjudicarles también a ellas, según la idea, absoluta certeza y verdad. En esto está entonces la tendencia a equiparar posiblemente las veritatis facti a las verdades de razón, si bien expresado así da lugar a interpretaciones erróneas, pues ellas deben permanecer en su particularidad y sin embargo tienen el carácter de la identidad, esto es, de los juicios en los cuales desde el concepto del sujeto mismo que envuelve todos los predicados, ellos pueden ser desarrollados. Mas exactamente: las veritatis facti no son veritatis necesariae pero sí identicae (M. Heidegger, Metaphysische Anfangsgründe der Logik).

Leibniz escribe, en 1686, que durante largo tiempo lo tuvo perplejo el hecho de que el predicado está incluido en el sujeto sin que la proposición sea necesaria. ¿Cómo pueden ser idénticas las proposiciones contingentes? ¿De dónde proviene su peculiar "necesidad"? En este punto, Leibniz recurre a la scientia Dei y al análisis infinitesimal para explicar la especificidad de las "verdades de hecho".

Si conocer consiste en analizar nociones, entonces consiste en desenvolver esas ideas que se hallan "plegadas" en el alma en forma a priori o innata. Los encadenamientos o demostraciones teoremáticos constituyen los tejidos más simples de la malla del conocimiento. Pero hay una serie de encadenamientos más complejos que envuelven los conceptos completos de las cosas y de las sustancias individuales, las mónadas.

Leibniz reconoce no sólo un orden natural regular (pero no necesario) del mundo, sino también una multiplicidad infinita de existentes concretos (las mónadas), a los cuales les corresponde un conocimiento que adopta la forma de enunciados singulares.

Mientras las leyes de la naturaleza representan las condiciones (el límite "posible") de los fenómenos del mundo, las mónadas son ya la actualización de un mundo, el mundo real y efectivamente concreto. Este mundo, es un mundo de seres convergentes, un universo composible (y al mismo tiempo, incomponible con otro). Cada mónada, contiene en sus pliegues la serie infinita del mundo, pero no la ley de esta serie única. La mónada expresa (y representa "desde su punto de vista") el orden y la continuidad de este mundo, el "mejor de los posibles".

La mónada representa al mundo justamente en la medida en que: según su perfección, puede apercibirse de él y, al mismo tiempo, actualiza en ella una sola serie convergente, de la cual no existe una razón lógica, sino sólo una decisión de la voluntad divina.

Dice Leibniz: las verdades necesarias implican la acción del intelecto divino, mientras que las verdades contingentes involucran los decretos de la voluntad divina, y esos decretos se fundan en la percepción de lo mejor, por la cual Dios permite que en la misma serie coexistan Judas y César. Sólo su sabiduría percibe el mayor bien.

Deleuze concluye entonces que la diferencia entre la identidad expresa o virtual concierne a la localización (o no) de la inclusión: las proposiciones de esencia son virtuales hasta el punto donde se alcanza una autoinclusión. Las proposiciones de existencia son virtuales hasta donde se alcanza una inclusión unilateral, hasta donde se puede dar una razón (sin que llegue a ser "lógica") o señalar los requisitos o condiciones para que un hecho se produzca.

El "análisis" de las proposiciones de existencia puede compararse con la operación matemática de extracción de raíces cuadradas, en que se muestra la inclusión de una serie infinita en un número conmensurable.

Por más extraña que pueda parecer la equiparación de las verdades de hecho a las verdades necesarias, la tendencia general de la teoría de la verdad de Leibniz se inscribe en el marco general del racionalismo "moderno": la idea de un conocimiento del ser objetivo y del experimentar empírico desde conceptos de razón, de un conocimiento de lo que es desde la mera razón.

La tesis central de la doctrina leibniciana de la verdad, puede sintetizarse en la fórmula general: "Toda proposición es (en última instancia) analítica", o "Todo juicio puede resolverse en un juicio de identidad" (Heidegger, ibídem).

La "razón" (Grund) de la verdad consiste en el "nexo" (inclusio) entre el predicado y el sujeto. La "naturaleza" o "esencia" de la verdad, está en la peculiar "relación" (connexio) entre los términos del enunciado. La combinación de los términos puede considerarse como un inesse (ser-en), sobre el que se asienta el "principio de infalibilidad". Según Heidegger, inesse quiere decir idem esse (ser lo mismo).

Toda proposición verdadera, en cuanto proposición analítica es una identidad: la diferencia está en que esa identidad puede ponerse expresamente de manifiesto (manifeste) o permanecer oculta (tecte). Para que esto sea posible, es necesario que toda verdad sea a priori.

Y aunque las verdades se distingan en "verdades de razón" o necesarias y "verdades de hecho" o contingentes, esa distinción no les niega su carácter de identidad. Todas las verdades son innatas (están más o menos conscientes en el espíritu del hombre), sean necesarias o contingentes. Como hemos visto, la acción y el intelecto divino, se hallan en el origen de este supuesto.

La diferencia entre "verdades necesarias" y "verdades contingentes" no depende de la "fuente del conocimiento", sino de la necesidad inherente a los fenómenos: las verdades necesarias manifiestan una necesidad puramente lógica, metafísica o geométrica, mientras que las verdades contingentes expresan una necesidad física, una regularidad natural no necesaria desde el punto de vista lógico. Y si bien todo juicio es "necesario" cuando su opuesto es contradictorio y todo juicio es contingente cuando su opuesto es posible, en este mundo, esa posibilidad ya está fuera de juego. Porque en este mundo, se actualizó una de esas posibilidades por obra de un "decreto de la voluntad divina" de elegir, "el mejor de los mundos posibles".

Tenemos así en la filosofía de Leibniz la consumación del ideal racionalista de brindar una explicación de los fenómenos del mundo sensible sin recurrir a "las impresiones" de nuestros sentidos, que brindan siempre un conocimiento parcial de las cosas, ya que no puede penetrar, como lo reconociera Locke, en las "razones". Sin embargo, la figura de Dios aparece como horizonte dentro del cual la necesidad física de la naturaleza adquiere sentido. Pero, recurrir a "la sombra de Dios" no satisface los requerimientos teóricos de sus adversarios empiristas. ¿A qué se asemeja el mundo de nuestras representaciones en la teoría del conocimiento de Leibniz? A una regularidad natural determinada por una decisión divina.

Lic. Liliana Ponce
Prof. Titular de la cátedra de Gnoseología,
Facultad de Humanidades y Artes, UNR
Rosario, ciclo lectivo 2001

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